jueves, mayo 04, 2023

Dos viudas extraordinarias

 Hace poco me he atrevido a releer Justine, primera novela del Alexandria Quartet, de Lawrence Durrell. Difícil, placentera lectura. Justine, y el Cuarteto, fueron libros fundamentales de mi juventud universitaria. Echo de menos la traducción al español de la gran Aurora Bernárdez, la mejor traductora de la historia de la literatura. 

El gran Julio Cortázar tuvo el privilegio de ser el compañero sentimental de Aurora, por buena parte de su vida, hasta que se separaron, y divorciaron. Julio murió varios años después, poco después de la muerte de Carol Dunlop, su última compañera. He sido, y sigo siendo, lector asiduo del gran Julio. Incluso estuve a unos pocos metros y minutos de conocerlo, en el apartamento del historiador ecuatoriano Alfredo Pareja Díaz Canseco, en Quito. Esto fue en enero de 1978, no recuerdo el día exacto. Yo tenía una cita con Díaz Canseco, a quien quería conocer y entrevistar. Esto en horas tempranas de la noche. Cuando llegué, el historiador afablemente me recibió, en la sala de su vivienda. Al entrar yo, él me invitó a sentarme, indicándome un sillón, y diciendo, como la cosa más natural del mundo: ha de estar todavía tibio ese asiento, pues Julio Cortázar estuvo sentado en él hasta hace unos pocos minutos. Todavía no me he recuperado de la mezcla de emoción y decepción que sentí al oir esto. 

Al morir Carol Dunlop, en 1982, Aurora Bernárdez fue la encargada de atender el legado literario de su ex marido, y hasta cuidarlo durante los achaques de salud que acabaron por ocasionar su muerte. Ella fue también su heredera universal. 

Hace unas semanas estaba yo viendo en Youtube un video del periodista Daniel Coronell, cuando este interrumpió su discurso, para informar la triste nueva de la muerte de María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges. He sido lector de Borges durante décadas, pero confieso, avergonzado, que nunca había sentido gran curiosidad por Kodama, su esposa, y luego su legendaria viuda. 

Enterado de su "partida," como habría dicho ella, me puse  a ver parte al menos de las varias entrevistas suyas en YouTube, empezando por la del hasta entonces para mí desconocido, Jaime Bayly. Nunca había visto yo su programa, hasta, cuando vi su entrevista a María Kodama. Fue una entrevista muy tierna, considerada, inmensamente informativa. De paso, me permitió conocer también a Bayly, toda una revelación para mí; no porque yo no supiera quién era él, sino porque nunca me había llamado la atención sintonizarlo. Tenía un prejuicio respecto a Bayly. Lo intuía como superficial y reaccionario. Sin prueba alguna. 

Para colmo, Bayly se había vuelto noticia de primer plano en esos días debido a la publicación de su atrevido libro Los Genios, sobre un penoso y muy famoso, incidente entre ellos, ocurrido en un teatro de Ciudad de México, en 1976. Es un hecho sobre el cual nunca ha habido información confiable y objetiva. Yo vagamente recuerdo una crónica de Juan Gossain, en El Espectador. Una pieza admirable, e interesante, pero inevitablemente especulativa. 

Todavía no he leído el libro de Bayley. Honestamente, ni siquiera sabía que era escritor; y resulta que el hombre es autor de varios libros, al parecer muy populares en Latinoamérica y España. Viendo los comentarios críticos en YouTube me enteré de la trayectoria literaria de Bayly. Confieso que yo ordené dos de sus libros en papel, y recientemente Los Genios en Kindle. 

Mientras tanto, he vuelto a María Kodama, para señalar lo mucho que he aprendido de élla en el poco tiempo que la he conocido.  Primero que todo, claro, rasgos borgianos que no imaginaba, como su temperamente juguetón y bohemio, su afición a los viajes, su pasión por los idiomas raros. 

Fueron, -y son-,  Aurora y María dos extraordinarias viudas de la gran literatura argentina, y de la literatura universal.

viernes, enero 06, 2023

 

Filosofía cotidiana

¿Debería dejarme crecer el pelo? Si volviera a empezar, ¿haría las mismas cosas de nuevo? Dos preguntas que aparentemente no tienen nada que ver la una con la otra. Dejarse o no crecer el pelo parece una decisión trivial, anodina. Decidir si la vida de uno valdría la pena de ser repetida parece una pregunta trascendental. 

Y sin embargo, puede que sea exactamente lo contrario. Pues sin ser una decisión trascendental, decidir acerca del largo de mi cabello es una cuestión real, a mi alcance, que tiene efectos, así sea menores, en mi vida cotidiana.

Para empezar, implica que tengo una cabellera de la cual cuidar. En cambio, ponerme a pensar en cómo sería mi vida si tuviera otra oportunidad, con toda su apariencia de trascendencia es en el fondo un tema irreal, una pregunta sin respuesta, puesto que no tiene posibilidad alguna de realizarse como respuesta, pues en ningún caso tendría existencia. Puesto que mi vida, como la de cualquier otra persona, es única e irrepetible.

Si decido dejarme crecer el pelo eso significa que lo tengo más o menos corto. Implica que quiero un cambio de apariencia personal. Eso a su vez tiene que ver con mi estado de ánimo, como me siento, mi autoestima, mi yo, mi ego.

A lo mejor creo que no luzco tan bien como debiera. A lo mejor tengo la impresión de no tener una apariencia suficientemente atractiva para el sexo opuesto. Si estoy casado eso puede que tenga algo que ver con el estado de mi relación conyugal. Si soy soltero, quizá crea que es hora de sentar cabeza, y atraer la atención de la persona con la cual compartir mi vida.

Puede que todo esto nada tenga que ver con mi vida sentimental, sino con mi profesión. Dado que vivo en Los Angeles, quizá crea que un nuevo corte de pelo me ayudaría en mis aspiraciones de convertirme en actor. En ninguna otra ciudad como en esta la apariencia tiene tanta importancia. Mi dentista me contaba que ha tenido que extraer piezas dentales perfectamente sanas y sustituirlas por prótesis para mejorar la sonrisa de un actor o actriz en ciernes. El vestuario, el porte, y por supuesto la apariencia juvenil, la belleza personal son fundamentales para abrirse paso entre la multitud de aspirantes, como uno, a ser llamados por los ejecutivos cinematográficos.

El tema de mi corte de pelo puede pues ser en extremo importante y complicado. Pero aun en el caso de que sea simplemente una cuestión de simple apariencia, de decidir cómo me veo mejor, sin que ello tenga que ver con mi vida sentimental, o con mis aspiraciones profesionales, la de mi corte de pelo es una pregunta que se refiere a un  tema real, a algo que responde a la exigencia del llamado axioma existencial de los filósofos.

Quizá no sea algo tan importante como decidir si me caso o no me caso, si me mudo o no a otra ciudad, si renuncio o no mi  empleo, si estudio esta u otra carrera. Pero aun así, es un tema infinitamente más relevante que el trivial ejercicio de decidir como querría que fuera mi vida si pudiera vivirla de nuevo.

Por supuesto que uno puede y debe evaluar su vida. Sócrates proclamaba que sólo la vida examinada vale la pena de vivirse. Y creo que eso es cierto. Pero una cosa es examinar uno la trayectoria de su existencia, decidir si ha aprovechado sus días, “que uno tras otro son la vida,” como dice el verso del colombiano Aurelio Arturo; y otra ponerse a pensar en lo que pudo haber sido y no fue, o en lo que haría yo, si volviera a nacer. Esas fantasías pueden ser tema de divagaciones noctámbulas, pero no me enriquecen filosóficamente; no me ayudan a pensar y vivir mejor mi vida; esta única e irreemplazable vida de la cual soy sujeto consciente.

sábado, noviembre 26, 2022

 

La violencia como mercancía

Hace ya varios años, un estudio, del Instituto de Investigación Social de la Universidad de Michigan, confirmó lo que se sabe desde hace mucho tiempo. Muchos adultos agresivos fueron consumidores infantiles de violencia televisiva.

Los niños han sido, consuetudinariamente, una clientela desprotegida, una audiencia indefensa y cautiva del cine y la televisión. La exposición a la violencia ficticia tiene el efecto de hacerles creer que la violencia real es correcta, y que los héroes pueden ejercerla legítimamente. Se asocia pues el heroísmo con la violencia. Los niños pierden las defensas morales ante la violencia. La investigación de la Universidad de Michigan siguió a los sujetos observados desde la niñez a la edad adulta.

En junio de 1999, como consecuencia de la matanza de la escuela Columbine,  en  Littleton, Colorado,  en abril de ese año,  el presidente Bill Clinton encargó a la Oficina Federal de Comercio (FTC) investigar el mercadeo de películas y otros productos de contenidos violentos dirigidos a los niños por parte de la industria de entretenimiento.

Los resultados del estudio, dados a conocer en septiembre de 2000, fueron impresionantes. Los investigadores encontraron que las industrias del cine, la música y de juegos electrónicos, empleaban técnicas de mercadeo, de materiales de contenido violento explícitamente, dirigidas a los jóvenes menores de 17 años, en algunos casos a la población menor de 12 años. La FTD asumió una actitud cautelosa respecto a la relación entre cine, música y juegos electrónicos explícitamente violentos, y las posibles conductas agresivas de los espectadores. Pero admitió que es una relación que debe investigarse.

Una comisión del senado, presidida entonces por el senador por Arizona John McCain (qepd), emplazó a las principales empresas de esas ramas de la industria del entretenimiento. Algunas enviaron a sus voceros, todos estos admitieron como ciertas las conclusiones de la investigación, y algunos gerentes prometieron hacer algo al respecto. Otros no. Las empresas se ampararon bajo la Primera Enmienda Constitucional, que consagra la libertad de expresión.

En el campo legal, como reflejo del modelo seguido en el caso del tabaco, ha habido intentos de demandar a las compañías de entretenimiento cuyos productos violentos han podido ser relacionados con episodios reales de violencia. Sin embargo, los jueces han rechazado las demandas correspondientes, basados precisamente en la Primera Enmienda Constitucional. Una demanda contra la casa editora de un manual para sicarios, titulado Hit man: a technical manual for independent contractors, por una supuesta víctima de uno de los lectores y usuarios del manual, -Rice vs. Paladin Enterprise,- tuvo mejor destino litigioso, pero el caso fue tranzado fuera del sistema judicial.

Un caso  de influencia de la televisión en una conducta criminal, fue el de dos hermanos  de Riverside, California,  sospechosos de asesinar y decapitar a su madre, para evitar la identificación del cadáver. Su conducta criminal, se habría basado en un episodio de la, entonces muy popular serie televisiva,  The Sopranos.

No cabe duda de que el tema que más llama la atención en tales casos, es el de la capacidad de la violencia ficticia, promovida como mercancía, hacia una audiencia juvenil, de  causar comportamientos violentos. Pero el caso de varias películas de video de comienzos de este siglo titulada Bumfight: case for concern” plantea otra clase de preocupaciones.

Dos jóvenes realizadores de Las Vegas, Ray Leticia y Ty Beeson (pseudónimos, aparentemente) compraron derechos en esa serie para filmar escenas de indigentes, a quienes pagaron para que se entrabaran en violentas confrontaciones, con daño físico real. Bumfight se hizo con la técnica de un documental, pero con cierto elemento de ficción, puesto que los protagonistas peleaban ante las cámaras por dinero. Eran indigentes actores. Pero sus hechos violentos eran auténticos. Y ese era el meollo del asunto.

Las películas Bumfight fueron hechas con fines comerciales, para satisfacer un mercado. Se diseñaron como producto comercial. No como espectáculo para exhibir en un teatro, sino como videtapes, para llevarse a casa y “disfrutar” a gusto, sin restricciones. Como una película pornográfica.

Los realizadores de la serie concibieron la idea, al observar una vez la fascinación de un grupo casual de observadores de una bronca entre indigentes. Como cualquier empresario,  Leticia y Beenson, y otros productores, detectaron un mercado. Y se propusieron explotarlo. Pero lo que percibieron no fue sólo la fascinación de un público potencial con la violencia en sí misma, sino la fascinación de ese mismo público con la indigencia. Los realizadores decidieron entonces combinar en un sólo producto esos dos elementos.

Tres años tardaron en llevar a cabo su proyecto. A sabiendas de que la violencia es un componente cotidiano de la vida indigente, frecuentaron lugares de concurrencia de homeless en San Diego y Las Vegas. Se limitaron a pagar a los indigentes por dejarles filmar sus sórdidos pleitos. Las películas salieron al mercado a mediados de 2002. Fueron un éxito. En menos de dos meses vendieron 300,000 copias. Los jóvenes realizadores se hicieron millonarios. 

Valen la pena algunas observaciones y comparaciones entre la violencia ficticia del cine, la televisión, cierta música, los juegos electrónicos, por un lado, y el tipo de violencia comercializada en Bumfights, por otro. La primera clase de violencia,  visualmente cruel, gráficamente sangrienta, es sin embargo ficticia. No es real. El espectador, por torpe que sea, sabe que terminada la escena los actores se levantan, se limpian el jugo de tomate, se abrazan, y se van a celebrar.

Para los actores de las Bumfights no hay tregua entre lo ejecutado ante las cámaras y la vida real. Sus heridas sangran de verdad. Pueden verse envueltos en otra bronca similar apenas se hayan ido los cinematografistas. Los compradores del producto, el videotape de Bumfights, saben esto. Son conscientes de que, lo que ven en sus pantallas es real. La miseria, las llagas, las heridas, los harapos son reales, no son maquillaje que se lava después de la escena.

Pero no hay indicio alguno de que Bumfights induzca conducta violenta alguna por parte de los compradores del video, o quienes lo vean. Aunque es posible que el video sea visto por niños, no fue diseñado para ellos. No buscaba explotar el mercado juvenil. Paradójicamente, siendo su contenido de hecho más violento que el del cine y la televisión, es en realidad menos dañino que este.

Algunos comentaristas han encontrado que el éxito comercial de Bumfights es indicativo de perturbadoras tendencias sociales. De una cierta decadencia moral. Y puede que sí. Pero lo que verdaderamente indica esa demanda es un interés en algo concreto: la violencia de la vida indigente. Y esta a su vez es la manifestación máxima de la derrota en una sociedad que divide a sus individuos entre ganadores y perdedores, desde el punto de vista del éxito económico y el poder político y social. Los indigentes son iconos vivientes de las consecuencias de no seguir las reglas, de no ser supuestamente consecuentes con la ética de trabajo, y los demás principios de una sociedad,  puritana en los principios,  y hedonista en los fines. La fascinación con la indigencia, y con la violencia inherente a la vida en las calles, puede ser repugnante, pero no necesariamente dañina. No más dañina que la indigencia misma.

La violencia ficticia del cine y la televisión, diseñada como una droga, para audiencias potencialmente adictas, puede en cambio inducir conductas de verdad violentas. Su lógica es síntoma de una depravación profunda, que convierte todo en mercancía, y que erige el lucro y el éxito económico en los valores fundamentales de esta sociedad.

En cambio , aun sin proponérselo, Bumfights fue una una ventana a un hecho que, aunque ocurre a la vista de todos, es sistemáticamente ignorado. Una invasión de la intimidad del conformismo puritano, que prefiere ignorar las consecuencias de la injusticia social y económica, en la sociedad más avanzada y rica del planeta.

miércoles, noviembre 23, 2022

 

Acerca de Murphy

 Variaciones sobre un tema de Becket

                La certeza de nuestra mortalidad nos deslumbra a veces con su portentosa evidencia. De pronto todas las cosas pierden importancia ante esta verdad inalterable. Todo palidece. Qué tanto puede importarnos que tal o cual asociación mande o no flores a nuestro funeral, o que la asistencia a este sea  escasa, si uno estará muerto dentro del cajón, o el cofre de cenizas. Qué pudo importarle, por ejemplo, a Murphy, que el destino final de sus cenizas no fuera el inodoro de su teatro favorito.  Sus restos fueron cremados de acuerdo a su última voluntad. Pero aun si este postrer deseo suyo se hubiera frustrado, nada le habría importado. Es incluso probable que de haber sabido el destino final de sus cenizas habría preferido éste, a que su cuerpo sin cremar fuera arrojado en una fosa común. Y aun de esto último se habría también consolado, sabiendo que el mismo destino corrieron los restos nada menos que de Mozart.

            Murphy siempre tomó para sí lo menos posible de este mundo. Esto sin dejar de ser un insaciable egoísta.  Quizá por eso al final sus cenizas llegaron a formar parte de algo tan comunitario como la basura que diariamente se barre de bares, cafés y restaurantes, resultado de las actividades del día.  Murphy, tan austero, habría aceptado esto con filosófico desdén. Pero sobre todo, se habría quizá divertido.

                Porque no puede negarse un elemento cómico, tragicómico si se quiere, en el destino final de las cenizas de Murphy.  No muy diferente de su última voluntad de que estas fueran arrojadas al inodoro de su teatro favorito, para que al halar alguien la cadena las enviara por las tuberías municipales, a un deletéreo cementerio marino. Murphy, obviamente, a pesar de su modestia y su austeridad, anhelaba como todos un destino grandioso. Queda a sus biógrafos, si los tuviere, decidir si lo logró, a pesar de todo.  Personalmente, como lector de "Murphy",  creo que Murphy lo logra. Veamos si no.

                El hombre encargado de llevar el saco con las cenizas todavía tibias de Murphy, iba camino a cumplir su misión de verterlas en el  inodoro público del teatro favorito de Murphy, cuando al pasar frente a un bar, decidió entrar a echarse una copa. En esas estaba, cuando se involucró en una discusión con otro contertulio. En un momento dado, al sentirse ofendido, arroja las cenizas a la cara de su oponente, se arma la grande, todos los asistentes al bar participan y una de las cosas que hacen es patear sin misericordia la bolsa con las restantes cenizas de Murphy, con intensidad y eficacia, hasta que al final, "el cuerpo, la mente, y el alma de Murphy terminan libremente dispersos por el piso, y antes de que el alba viniera a desplegar su luz grisácea sobre el mundo, fueron barridos con el aserrín, la cerveza y las colillas, los vasos rotos, las cerillas, los vómitos, los escupitajos."

Esa bronca de cantina fue acaso una ceremonia funeral viva y entusiasta, como Murphy no habría soñado tenerla. Sus cenizas fueron obviamente a parar al basurero público, algo menos pretencioso que flotar para siempre en el reino ineluctable de Poseidón, pero no menos digno. Devuelto al todo, para reintegrarse con su materia original, que era  su inevitable pero grandioso destino.

 

 

Voces y ámbitos urbanos

Los Angeles, como todas las ciudades, grandes o pequeñas,  tiene su propio, incansable transfondo sonoro, su propio, variado, acompañamiento musical.  De tanto oírlos, nos acostumbramos a los ruidos urbanos, aun a los más penetrantes y agudos.

         Los sonidos de la ciudad son indicios de sus múltiples vivencias,  del fragor de sus actividades, de sus rutinas, alegrías, y conmemoraciones; pero también de sus tragedias, singulares y plurales, de sus desastres personales y colectivos. Del rumor constante de la conversaciones y diálogos que cruzan el aire urbano. De sus reincidentes emergencias.

Son las ululantes  sirenas de las ambulancias, con pacientes al borde de la muerte.  Son los  llantos y plañidos de los duelos y los acordes funerarios en que muchas veces terminan esas emergencias. Son las sirenas de  los bomberos, que acuden a sofocar incendios accidentales e intencionales. Son las alarmas de los autos policiales, lanzados en cinematográficas persecuciones;  que a veces terminan en tragedias. Son los ensordecedores zumbidos de  los helicópteros policiales que los apoyan desde el aire, o de los helicópteros televisivos que cubren la noticia, o reportan sobre el humo de incendios, o sobre las congestiones en las autopistas.

 Pero también, al otro extremo existencial, se oyen  los inofensivos estertores de las cortadoras, sopladores y aspiradores de los jardineros, que afanosamente pulen, perfeccionan y refrescan los prados de casas y parques.

Intensos, penetrantes, los ruidos de los aviones hieren continuamente el aire, y dejan efímeras, rectilíneas cicatrices de humo en el pálido firmamento.  En milagrosos momentos de silencio, cuando todos esos sonidos mutuamente se anulan, puede entonces oírse surgir como de la nada el monótono fragor urbano, la densa confluencia de los miles de motores, máquinas, artefactos;  y en un punto prodigioso,  a veces, un grito, o una carcajada, no se sabe si  de alegría o locura, que parece condensar en uno solo, todos los sonidos citadinos.

Pero también, en esas raras treguas de los ruidos dominantes,  se escuchan de pronto las voces de los gorriones y de otros pájaros metropolitanos; o las agrias discusiones de cuervos que parecen  fugitivos de los versos de Poe, extraviados en la “jungla de cemento,” para tomar prestado un exhausto cliché periodístico.

Las emergencias urbanas que suscitan los alarmantes ululares de las sirenas de policías y bomberos,  son signos de  tragedias personales,  de colapsos individuales, de episodios de violencia doméstica. Los descuidos caseros, la omisión de los códigos de seguridad residencial, los hacinamientos de la pobreza, explotan en incendios, que sorprenden a veces a los habitantes de una residencia, y los atrapan en sus redes de fuego y humo.

La trama cotidiana de la ciudad es inevitablemente dramática y violenta. El choque de destinos estalla a veces cruentamente.  Las ambulancias y los coches de bomberos estruendosamente cuentan a la ciudad que una nueva emergencia está en curso, y que hay vidas en peligro. El tráfico se detiene prudente y respetuosamente para darles paso. Luego reanuda su intenso discurrir, cada conductor inmerso en sus propias preocupaciones.

Pero no todas las tragedias incitan alarmas sonoras. Sólo lo hacen las que trascienden su ámbito privado, y socializan  su destino de crisis. Muchas otras tragedias ocurren en silencio, taimadamente, en la intimidad de los hogares, en los manicomios, en los asilos de niños abandonados, o en las cárceles. O en las fábricas y oficinas.

La violencia doméstica, los embarazos precoces, los contagios, las sobredosis de drogas, todo eso transcurre en relativo silencio, en secuencias rutinarias, que llenan los días de trabajadores sociales, patrullas policiales, psicólogos y psiquiatras. Los fracasos juveniles, el momento en que un joven abandona la escuela, en que una joven madre decide dejar a su recién nacido en un basurero, son eventos furtivos. Son puntos de partida, rupturas, cuyas graves consecuencias, a veces cruentas, a veces simplemente melancólicas, ocurren sin dejar  rastros sonoros en el maltrecho aire urbano.

Haría falta un estudio exhaustivo de los ruidos de la ciudad.  Esta es  apenas una reflexión, una especie de abstracción, de ensoñación diurna de un habitante de la ciudad. Alguien que nunca sin embargo se cansa de maravillarse de la complejidad urbana, del misterio que es siempre una gran ciudad, en la que hasta los sucesos más ordinarios tienen algo de milagroso;   y en donde los prodigios pueden convertirse en rutina.

Pues mientras alguien sufre, padece o fracasa, igualmente alguien goza, disfruta o triunfa. Los ruidos de las emergencias, se mezclan con los de las celebraciones. La ciudad  vive y muere al mismo tiempo. Crea y destruye. Funciona y se entraba. Porque es simultáneamente un organismo vivo, una máquina, una obra de arte.