lunes, mayo 16, 2022

De la felicidad, a ratos

 ¿Es posible ser feliz a ratos?, me preguntaba el otro día, mientras esperaba el sueño acabando de apagar la luz a la 1 AM. Esa hora, entre las 12 y la 1, aproximadamente, se ha vuelto mi única hora de reflexión real en  mi, entre afanoso y aburrido, día. Esa día había leído algo de retórica, uno de mis permanentes temas de interés. Algo sobre la voz literaria, y su relación con el estilo. La retórica es un arte venido a menos, como lo reconoce uno de sus expertos, el pensador I.A. Richards, en su libro sobre la filosofía de la retórica; el penúltimo de esa noche, antes del libro de Dona Hickey sobre la voz literaria, y su hermosa cláusula sobre cómo ésta se descubre, por medio de signos escritos, reveladores del lenguaje, que el escritor usa para mostrar su relación con el tema, la audiencia, y la ocasión, en un tiempo determinado. Richards a su vez propone hacer de la respuesta a la pregunta sobre la relación entre mala y buena comunicación, el objeto de la retórica.

 Uno de los motivos de la mala fama de la retórica, especialmente entre quienes nunca la han estudiado ni comprendido, aunque puede que sí, utilizado, es su origen como arte de persuadir, de convencer, no necesariamente de la verdad, sino del mensaje del orador; que puede ser o no deshonesto. De hecho, nuestra época abunda en magos retóricos, capaces de hacer creer a multitudes casi cualquier cosa. 

Esto, claro, nos lleva a  Donald Trump, pero no quisiera arruinar el rato. Grandes pensadores, empezando por el mismísimo Aristóteles han  hecho del estudio de la retórica un arte epistemológico, una sutil ciencia del uso del lenguaje con fines de comunicación eficiente. 

En nuestra época existen escuelas de escritura, en las que se enseñan los elementos de las técnicas literarias y escriturarias en general. No se les considera escuelas retóricas. Los maestros en esas escuelas, por lo general escritores consagrados, suelen plantear en sus inicios de clase la pregunta de si es posible enseñar a escribir, o si el talento literario es innato, y no puede inducirse. 

La mayoría contestan que ambas cosas son ciertas, que el talento es infaltable, pero que aun el más talentoso escritor escribe mejor si es consciente de las diversos elementos de la actividad escrituraria. Un genio estudiado es siempre mejor que un genio ignorante, es lo que se indica. Y que aun el escritor menos talentoso, puede escribir mejor, o menos mal, sí es consciente y domina, y usa las diversas técnicas literarias. Este es, en realidad, un debate anodino. Es cierto que hay genios, pero no siempre los genios son los mejores escritores. Y hay grandes escritores que ni fueron ni pretendieron ser genios. 

Pero mi interrogante inicial persiste. ¿Es posible ser feliz, a ratos? Una respuesta negativa sería una catástrofe. Sería la negativa total de la posibilidad de ser feliz; puesto que la felicidad, si existiere, solo es posible a ratos, es decir, efímeramente. Solo hay momentos felices, no estados felices. Se es feliz ocasionalmente, y solo ocasionalmente; puesto que la felicidad permanente, en el ámbito típicamente humano, es imposible. Para comprenderlo, basta con imaginarlo. Supongamos que alguien, como esa chica de mi curso de francés online  (1), que se siente feliz porque es el día de su cumpleaños, tiene el día libre, y puede hacer lo que más le gusta, que es irse de compras. 

Su entusiasmo, y su dicha momentánea, son comprensibles. Aunque con un año más, ella es todavía joven, es saludable, hermosa, soltera, y tiene recursos para darse gusto en las tiendas de ropa y aderezos. Si le gustaran sobre todo los libros, sería igualmente feliz por poder dedicar el día a sus librerías favoritas, que estando en París podrían incluir nada menos que a la justamente célebre Shakespeare & Company. Pero si  algo hay en abundancia en  París son librerías, de modo que tendría mucho que escoger.  Y ahí, tal vez, comienza el problema. Por el momento, solo tiene un día para disfrutar las librerías, o las tiendas elegantes, si lo prefiere. Tiene que desplazarse, en su propio auto, pero aunque eso es más cómodo que usar el metro, u otro medio de transporte público, de todos modos tiene que lidiar con  el tráfico parisiense, nada fácil, por cierto. Ella vive con su madre, de modo que es posible que, mientras maneja, suene su celular. Es ella, que la llama para comentarle algún desagradable asunto familiar, o para pedirle que vaya a una droguería por un medicamento que necesita urgentemente. 

La vida pues sigue su curso, y esto incluye toda clase de posibilidades, no necesariamente compatibles con su estado de felicidad; porque este es momentáneo, pasajero; como lo es siempre la felicidad. 

Que solo es posible, verdaderamente, a ratos. Esto es discutible, claro. Si alguien cree que, o que la felicidad es completamente imposible, o que es posible permanentemente, me gustaría no solo dialogar con esa persona, sino conocerla. Supongo que, en algunos casos, un loco puede ser, o sentirse, siempre feliz. El personaje de Notas desde el Subsuelo, de Dostoyevski, es tal vez feliz a lo largo de su incansable diatriba. Puede que, también, Poprishchin, el personaje de Memorias de un Loco, de Gogol., se sienta a veces feliz en el curso de las fantasías de su deterioro mental. Supongo que hay otros ejemplos literarios, y no por eso menos reales. 

(1) "C'est mon jour de chance." (A l'e ecoute de la langue françcaise-5.)