miércoles, noviembre 23, 2022

 

Voces y ámbitos urbanos

Los Angeles, como todas las ciudades, grandes o pequeñas,  tiene su propio, incansable transfondo sonoro, su propio, variado, acompañamiento musical.  De tanto oírlos, nos acostumbramos a los ruidos urbanos, aun a los más penetrantes y agudos.

         Los sonidos de la ciudad son indicios de sus múltiples vivencias,  del fragor de sus actividades, de sus rutinas, alegrías, y conmemoraciones; pero también de sus tragedias, singulares y plurales, de sus desastres personales y colectivos. Del rumor constante de la conversaciones y diálogos que cruzan el aire urbano. De sus reincidentes emergencias.

Son las ululantes  sirenas de las ambulancias, con pacientes al borde de la muerte.  Son los  llantos y plañidos de los duelos y los acordes funerarios en que muchas veces terminan esas emergencias. Son las sirenas de  los bomberos, que acuden a sofocar incendios accidentales e intencionales. Son las alarmas de los autos policiales, lanzados en cinematográficas persecuciones;  que a veces terminan en tragedias. Son los ensordecedores zumbidos de  los helicópteros policiales que los apoyan desde el aire, o de los helicópteros televisivos que cubren la noticia, o reportan sobre el humo de incendios, o sobre las congestiones en las autopistas.

 Pero también, al otro extremo existencial, se oyen  los inofensivos estertores de las cortadoras, sopladores y aspiradores de los jardineros, que afanosamente pulen, perfeccionan y refrescan los prados de casas y parques.

Intensos, penetrantes, los ruidos de los aviones hieren continuamente el aire, y dejan efímeras, rectilíneas cicatrices de humo en el pálido firmamento.  En milagrosos momentos de silencio, cuando todos esos sonidos mutuamente se anulan, puede entonces oírse surgir como de la nada el monótono fragor urbano, la densa confluencia de los miles de motores, máquinas, artefactos;  y en un punto prodigioso,  a veces, un grito, o una carcajada, no se sabe si  de alegría o locura, que parece condensar en uno solo, todos los sonidos citadinos.

Pero también, en esas raras treguas de los ruidos dominantes,  se escuchan de pronto las voces de los gorriones y de otros pájaros metropolitanos; o las agrias discusiones de cuervos que parecen  fugitivos de los versos de Poe, extraviados en la “jungla de cemento,” para tomar prestado un exhausto cliché periodístico.

Las emergencias urbanas que suscitan los alarmantes ululares de las sirenas de policías y bomberos,  son signos de  tragedias personales,  de colapsos individuales, de episodios de violencia doméstica. Los descuidos caseros, la omisión de los códigos de seguridad residencial, los hacinamientos de la pobreza, explotan en incendios, que sorprenden a veces a los habitantes de una residencia, y los atrapan en sus redes de fuego y humo.

La trama cotidiana de la ciudad es inevitablemente dramática y violenta. El choque de destinos estalla a veces cruentamente.  Las ambulancias y los coches de bomberos estruendosamente cuentan a la ciudad que una nueva emergencia está en curso, y que hay vidas en peligro. El tráfico se detiene prudente y respetuosamente para darles paso. Luego reanuda su intenso discurrir, cada conductor inmerso en sus propias preocupaciones.

Pero no todas las tragedias incitan alarmas sonoras. Sólo lo hacen las que trascienden su ámbito privado, y socializan  su destino de crisis. Muchas otras tragedias ocurren en silencio, taimadamente, en la intimidad de los hogares, en los manicomios, en los asilos de niños abandonados, o en las cárceles. O en las fábricas y oficinas.

La violencia doméstica, los embarazos precoces, los contagios, las sobredosis de drogas, todo eso transcurre en relativo silencio, en secuencias rutinarias, que llenan los días de trabajadores sociales, patrullas policiales, psicólogos y psiquiatras. Los fracasos juveniles, el momento en que un joven abandona la escuela, en que una joven madre decide dejar a su recién nacido en un basurero, son eventos furtivos. Son puntos de partida, rupturas, cuyas graves consecuencias, a veces cruentas, a veces simplemente melancólicas, ocurren sin dejar  rastros sonoros en el maltrecho aire urbano.

Haría falta un estudio exhaustivo de los ruidos de la ciudad.  Esta es  apenas una reflexión, una especie de abstracción, de ensoñación diurna de un habitante de la ciudad. Alguien que nunca sin embargo se cansa de maravillarse de la complejidad urbana, del misterio que es siempre una gran ciudad, en la que hasta los sucesos más ordinarios tienen algo de milagroso;   y en donde los prodigios pueden convertirse en rutina.

Pues mientras alguien sufre, padece o fracasa, igualmente alguien goza, disfruta o triunfa. Los ruidos de las emergencias, se mezclan con los de las celebraciones. La ciudad  vive y muere al mismo tiempo. Crea y destruye. Funciona y se entraba. Porque es simultáneamente un organismo vivo, una máquina, una obra de arte.

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